Sentí el arder del cóctel molotov en mis mejillas. Lo acababa de lanzar bien lejos, pero el fuel-oil y su eflujo acariciaban mi cara con suavidad. Mi piel, blanca como la cal, se enrojeció, pero no por el fuego, sino por la excitación. Acababa de tirar a unos manifestantes violentos de extrema izquierda una bomba incendiaria. Ahora me querrían matar. Temblé por un minuto y miré a Iziar. Tras su fular blanco, me miró con sus ojos azules y los rasgó al igual que cuando me sonreía. "Te querrían matar igual porque no piensas como ellos", me pareció adivinar.
Corrí un poco lejos. Mientras veía a dos comunistas caer calcinados por el fuego y siendo auxiliados por unos cuantos de sus correligionarios, Iziar miró al cielo gris de Guadosalam. En ese momento se tiró encima mío, acabando las dos en el suelo, cara a cara, ojos azules contra ojos verdes, ojos arios contra ojos persas, pero ambos venidos del mismo lugar mágico e hipnótico como el fuego de queimada.
Vi rebotar un adoquín cerca de nosotras y supuse que tampoco teníamos mucho tiempo. Aquella manifestación, liderada por aquellos que querían destrozar nuestras vidas, nuestros estudios, nuestra patria...
Iziar me ayudó a levantarme y corrimos juntas hacia donde un viejo Peugeot 405 negro nos esperaba. Subimos raudas al asiento trasero y nos alejamos de esa horda lo más rápido posible.
—¿Cómo se siente haber atacado a aquellos que quieren quitarnos nuestro pan y nuestro país?—preguntó Iziar, fría como el tempano. Al apartarse el fular blanco, me miró con inmensa elegancia. Sus rizos negros, de esas cosas que hacen que los hombres matasen, cayeron sobre sus hombros y vi como se hacía una trenza, esperando pacientemente una respuesta.
—Esto...
Cuando acabó la trenza, me miró a la cara y me dijo:
—A nadie le gusta la violencia. Pero, para bien o para mal, hemos nacido en la ciudad que es el ojo del huracán. Primero vapuleada por Yevon, luego por los spireses y luego oprimida por los ansémicos. Por fortuna, somos un país federal, así que independizarnos sería más fácil. Nadie echaría de menos a Macalania dentro de este país, porque en todo el país nos entienden, menos en Ansemópolis. Ellos creen que manteniendo esa Federación salvan a Macalania, cuando, como has podido ver—me abrazó— tenemos sangre en las venas. No les necesitamos, ya que cuando no nos quieran, nos abandonarán a su suerte.
Mientras me abrazaba, noté que me metía la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón vaquero. Temblé como una idiota y sentí que me encendía. Si no fuera porque Eric, quien se abría paso por el intrincado tráfico de Guadosalam con el Peugeot, estaba allí, probablemente me hubiera sentido tentada por el mundo de los amores prohibidos entre mujeres. Los cristales tintados nos servían de refugio para nosotros tres. Eric, parecía divertirse al ver la escena del asiento trasero. Sonrió en el semáforo y dijo:
—No seaís tímidas. Si tenéis la necesidad, adelante. Yo como si estuviera ciego de la parte trasera.
Iziar sacó mi cartera de la parte trasera de mi pantalón. Miró mis carnets: El de Identidad, el de la Biblioteca de la Universidad, el de la Biblioteca del Estado... Sonrió al ver mis fotos y dijo,
—Señorita Iris Saint-Just Blazquez-Guado, es usted más guapa en persona que en las fotos de sus carnets... Aquí tiene uno para romper esa tendencia.
Ví el carnet que sacaba de la chaqueta. Era un blanco, con un emblema que conocía bien y unas letras que ponían "JUVENTUDES NACIONALISTAS DE MACALANIA - Sección Juvenil del PNG".
Lo metió en la cartera y me volvió a meter la cartera en el bolsillo. Eric luchaba por contener la risa. Sus ojos decían: "Que se besen, que se besen".
Esa tarde tan violenta fue la tarde en la que los ansémicos nos abandonaron.
La tarde en la que se traicionó al pueblo guado y a todos los macalaneses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario