lunes, 21 de abril de 2014
Unas manos prodigiosas [ERÓTICO]
Moira era mi novia desde hacía ya varios años. Su madre era costurera y su hija iba para heredar una tienda que me devolvía a mi niña bonita con un bonito olor a detergente industrial con olor a lavanda. Sus manos eran una verdadera maravilla y había días que bajaba a verla sólo por el mero hecho de ver sus bonitas manos moverse como una centella. Moira me fascinaba en todos los aspectos: blancura de cal, ojos agua marina, color de pelo granate químico, bajita, esbelta y de poco pecho, pero de carita de manzana, y esas manos de alargados dedos de pianista que se movían con suma rapidez, sin hacer monótono su trabajo, sino algo fascinante. Ver a Moira juguetear con un bolígrafo, llevar el tenedor a la boca, hacer el crucigrama del periódico o tal vez mover la aguja era ya fascinante. Sólo con sus manos ya podía hacer todo un mundo. Luego Moira no solo estaba adornada de las virtudes de Aracne, sino también con un mundo interior que a cualquier chica le gustaría tener: Su inteligencia no era la más destacada de aquel colegio católico en el que estaba estudiando bachillerato (su madre jamás había logrado terminarlo puesto que quedó encinta de Moira), pero creo que era de otro tipo de inteligencia que la mujer moderna tiende a desdeñar puesto que la considera machista y falocrática. Me refiero a la bonita inteligencia natural, la misma que habitó en la materia gris de una reina como aquella que, con tenacidad de bulldog, levantó un imperio. Romántica, sensible, pero consciente de que una mujer debía comportarse con cierta categoría y no pedir imposibles a nadie, no ejercer de bruja manipuladora ni tampoco forzar a nadie a hacer algo que no quiera. Y eso lo había tenido claro desde muy niña, y no solo porque las profesoras laicas se lo ordenaran a las alumnas, sino porque también se lo pedía la razón.
Yo, que estudiaba ya en la universidad, estaba encantado con ella. Era un mundo diferente. Más joven, menos abierto, pero no menos maduro, ya que Moira le daba ese dulce deje de madurez que a las chicas de esas edades bisoñas, como los 18 abriles de Moira, les es difícil de tener. Probablemente porque Moira estaba ya mirando más hacia la tienda de su madre que hacia las ambiciones de sus compañeras. Y Moira la cogía con ganas porque le gustaba coser, le gustaba el tacto de la tela, el brillo de la aguja, el galope de la máquina de coser eléctrica. Era todo lo que había soñado. Y su madre, tan bella como su hija, aunque había insistido en que Moira fuera a la universidad, Moira estaba dispuesta a tomar las riendas de la tienda, aún cuando podría haberle ido bien sobradamente.
Una tarde, muy cerca de las ocho, harto ya de estudiar fármacos, fármacos y más fármacos, bajé a ver a Moira a la tienda. Estaban cerca de cerrar y quería despejarme hablando con una personita encantadora que era algo así como esa alma gemela que todo hombre debiera tener.
Moira estaba distraída en el mostrador. Estaba jugueteando con su móvil hasta que al oír el tintineo de la campana de la puerta que indicaba que tenían un cliente levantó los ojos y se puso ya casi en disposición de trabajo. El rostro de ella se iluminó cuando me vio aparecer.
Se lanzó a mis brazos. Era como un hada... Pequeñito, bello y agradable. Además, siempre se caracterizó por llevar siempre la ropa en su sitio y en perfecto estado. Una sencilla blusa y una falda vaquera hasta la mitad del muslo, cubierta con un delantal, eran su uniforme de trabajo esa noche.
—Mory, ¿que te cuentas?
—Nada, que hoy ha sido una tarde aburrida. Mi madre ha marchado al centro a comprar algunas cosas y yo me he quedado sola en la tienda. Sólo vino el señor Ferguson a buscar su traje y luego... viniste tú.
La besé con indescriptible dulzura. Tomé una de sus manos y entrelacé sus dedos entre los míos. La besé dejando que los segundos fluyeran poco a poco. Jugueteé con su cabello rojizo ondulado y siempre busqué esa mirada de complicidad que teníamos entre ella y yo. Ya estaba acostumbrado a besarla aún con el escaparate de la tienda abierto de par en par y viéndose de forma nítida el interior. Recordé que ese ángel era mi chica, así que empecé a juguetear con mis manos. Lo primero que hice fue acariciarle la espalda por debajo de la blusa. Sonrió. Los besos se volvieron más apasionados. En ese momento, Moira se separa suavemente de mí y me dice:
—¿Me permites?
Acto seguido, se encaminó hacia la puerta y volteó el letrero de "abierto/cerrado" hasta la posición de cerrado. Acto seguido, se encaminó a la trastienda apagando todas las luces de la tienda menos la de la trastienda. Me tomó la mano y me llevó hacia allí.
En la trastienda tenían, aparte de la máquina de coser y setecientas mil bobinas distintas, cintas métricas, agujas, una cama de matrimonio grande. Esa cama era la que usaban para dormir en la tienda en caso de que tuvieran mucho trabajo. Moira jugueteó conmigo. En ese momento, ella, con infinita suavidad abrió su blusa, dejando ver un bonito sujetador negro. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba tendiéndola en la cama, despojándola del resto de su ropa. Tras quedar con un bonito conjunto de ropa interior negra, la contemplé... Jamás la había visto tan bella. Acaricié con las yemas de los dedos su sexo sobre sus elegantes braguitas. En ese momento jadeó y gimió. Tuve una erección al ver sus preciosas manos agarrarse a la colcha por puro placer. Pero antes de que se pusiera como una moto y quisiera más (una de las cosas que más me gustaba de Moira) le tuve que decir:
—Moira, no tengo preservativos aquí. ¿Voy a buscar uno?
Moira se incorporó y me dijo:
—Para darte cuartelillo no necesito grandes lujos. Túmbate, príncipe.
Obedecí y Moira se puso a mi lado. Parecía que tenía frío, puesto que se volvió a poner la blusa. Se bajó en sujetador para que le viera el pecho y de un abrazo la acerqué a mí y me llevé sus pezones a la boca. En ese momentó, noté que algo se movía entre mis piernas y era la mano de Moira sacando mi pene. Acto seguido, esa mano blanquecina empezó a tocarme con suavidad, mientras yo besaba a Moira con fuerza y con placer... Siempre había soñado que Moira me hacía una bonita paja, porque tenía esas manos de ángel. Las manos de ella se movían siempre como yo quería. Me conocía ya. Ví las yemas de sus dedos acariciando con suavidad mi glande y apretándose contra el cuerpo del pene, mientras entrecerraba los ojos entre un inmenso placer. Moira de vez en cuando me movía la cabeza, pensando en que era buena idea besarme con suavidad, con dulzura mientras su mano sacudía, con cada vez más furia, el hueso divino de cuyo esperma brotan los ángeles.
Diez minutos así, y me llegó el momento del clímax. El semen brotó como un volcán y yo jadeé como una colegiala tras perder la virginidad. Jamás había tenido un orgasmo. Moira en ese momento, miró la mano suya. Estaba llena de semen blanco, espeso, abundante... Empezó con una elegancia de gato a lamerlo para complacerme. Acto seguido, se lo tragó.
Pasamos otro rato así besándonos, ya vestidos, tendidos en la cama. En ese momento, apareció la madre de Moira:
—Moira, ¿ha venido mucha gente?
—Nada más que el señor Ferguson y Lillian, mamá.
—Hola, señora—respondí.
—Moira, veo que os apetece un poco de intimidad... ¿Tienes mucho que estudiar esta noche, Lillian?
—No, señora.
—Llévate a mi hija a cenar y luego a dormir contigo. Seguro que tantas horas solo encerrado en una habitación hacen apetecible estar un poco acompañado y tener una mano amiga...
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