domingo, 5 de mayo de 2013

PsychoWorld Of The City Of Fauxness - El candidato a la Presidencia.


Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje.Aldous Huxley

Acto de final de campaña. El candidato lanzó emocionado un discurso bajo una lluvia de confetti blanco, rojo y azul. Sonreía a las cámaras de la televisión que le rodeaban. Sonreía a su parroquia, a sus compañeros de viaje político, camino al Congreso. A su nueva amiguita, una viuda joven de alta sociedad, le propició un beso en los labios que sabía que haría las delicias de todas las romanticonas de la América de Campanario. Hablaba de cambios para el país, de una nueva era bajo su mandato. Una nueva era en la cual los problemas del mundo que azotaban a la nación serían superados tal y como se superó la discriminación racial en los 60, tal y como se derrotó al comunismo en el 91, tal y como se trajo un sistema de salud universal a todos los ciudadanos. La discriminación caería con su mandato. Y todo el mundo le apoyaba y todos estaban a su lado.

Sin embargo, sus seguidores no eran las personas que se veían principalmente favorecidas por sus políticas. Estaba en Tarzana, un barrio pijo de L.A., delante de un grupo de personas que jamás habían necesitado ir a un hospital público, que nunca les había faltado de nada, que nunca habían sufrido privaciones y que ahora se vestían con la bandera de los derechos civiles, de los obreros, de los estudiantes de enseñanza pública y de las minorías étnicas y sociales. Era irónico ver que los abanderados de los pobres habían sido los mismos que deseaban en el fondo que nunca les movieran de la silla de ricos. Sus verdades eran humo. Eran la más grande de las mentiras. Eran miembros del Partido de moda, el que parecía políticamente correcto y políticamente deseable en la Casa Blanca. Eran los burros. Pero unos burros geniales para el engaño y el marketing de salón.

Entre tanto, en otra parte de la ciudad. En un pequeño taller de automóviles, dos hombres y una mujer miraban la pantalla del televisor viendo como el candidato se daba el baño de masas. El dueño del taller miró su reloj y enseñó a la joven y al otro hombre tres papeletas electorales. No llevaban la mula, sino el elefante. Entendieron todos lo que querían hacer: Frenar a ese clan de mentirosos. Y para ello, había que triunfar con la República de la mano.

Estos hombres no eran simpatizantes republicanos. No tenían armas en sus casas, eran tolerantes con los homosexuales y jamás habían pisado una Iglesia evangélica (en el caso de la dama, católica) salvo para algún funeral puntual o boda de algún conocido. Eran personas que eran fieles a sí mismas, fieles a todos los que querían. Pero si  tenían algo claro, es que los mentirosos no les gustaban.

Y el candidato que veían les parecía un mentiroso.

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