viernes, 24 de enero de 2014

Prohibido buscar.




Me pasó el lapicero que se me acababa de caer al suelo. Me dedicó una elegante sonrisa. La miré, tras levantar la vista del Ajuriaguerra de Psiquiatría. Muy bonita. Pelo castaño claro, ojos azules, expresión de naturalidad y viveza. Era toda una pequeña hada. Me sonrió y se sentó otra vez delante de mí, hundiendo la mirada otra vez en el libro. Era una tarde gris en aquella biblioteca. Hacía frío y lo que quería era irme a mi casa y dormir un poco. Teníamos el examen en una semana y me convenía racionar mis fuerzas.

Llegó la hora de que nos marcháramos. Las 20:30. Salimos al día más frío de diciembre y empezamos a ver la nieve caer.

Me ofreció tomar un café juntos. ¿Le iba a decir que no? Claro que no. Fuimos a mi casa. Allí, solo, absolutamente solo, me enfrentaba a un día de soledad y estudio agotador. Pero ella cambió las tornas.

No pudo evitar ver el cuadro que tenía sobre el caballete. Un cuadro de una mujer hermosa, rubia, de ojos violetas, expresión de milano, solvente, fuerte, pero con un trasfondo maternal y protector. Podría ser tu amiga, amante y madre de tus hijos y tuya propia.

—Complejo de Pigmalión, ¿eh?—insinuó ella. Sin darse cuenta, aquella inocente chica de ojos azules y cabello castaño acababa de tocar una de mis fibras sensibles.
—Todo hombre bueno merece alguien que pueda llamarse la reina de su corazón—repuse—. Una pena que ese sueño no exista para nada más que unos pocos afortunados que puedan elegir... O que tengan más papeletas para hacerse elegibles por vosotras.
—¿Tan poco poder creéis que tenéis?
—Cuando a una de vosotras se os mete la idea de que tenéis que tener al condenado príncipe azul, no hay nada que hacer.
—Pero tú buscas a la mujer perfecta para tí, ¿no?
—Sí...

Los labios de ella se posaron sobre los míos como una mariposa titubeante.

—Helena...
—Prohibido buscar más. ¿Queda claro, tontorrón?

¡Qué lejos quedaba ese ideal! ¡Helena, tan dulce, tan encantadora, tan bonita! ¡Bonita de otra manera, más cándida que fuerte! ¡Maternal de otra manera, más como una canguro que como una madre! ¡Mirada pura frente a mirada de fortaleza, de cabellos castaños claros, lisos, larguísimos, frente a un mar de cabellos rubios, ondulados? ¿Qué más daba? Era tan distinta, tan blanquita, tan hermosa, tan manzanita, tan para mí que cuando la desnudé y la tumbé en la cama, mirando su sonrisa de vicio elegante, solo pensaba en que acabáramos juntos la carrera, que diera alegría a la cocina de mi casa, que me hiciera feliz en la suite del hotel el día de nuestra boda, que me hiciera feliz en cada habitación de la casa, que fuera la madre de mis hijos, que nos convirtiéramos en adultos, yo caballero, ella dama, y luego en una pareja de viejecitos adorables, que nuestras cenizas fueran mezcladas y esparcidas a los cuatro vientos para que viviéramos en el aire por siempre jamás. ¡Qué lejos quedaba mis fantasías con aquellas criaturas pseudodivinas! ¡Ella me hacía feliz en mi alcoba en todo momento! Y estaba seguro que le gustaba lo mismo que a mí.

Las pupilas azules de ella se quedaban cerradas cuando yo la besaba. Jadeaba como una gata en celo cuando buscaba sus pezones de princesita y los besaba y lamía con dulzura. Su ropa interior blanca, inocente, pura, se confundía con su piel. Además, ese jersey nido blanco realzaba tanto su pecho que me daba pena quitárselo por miedo a que no me gustara como fuera. Me daba igual. Adoraba lo planita que era realmente, adoraba su necesidad de push-up, adoraba su delicadeza, su alegría, sus dulces jadeos. Para mí era perfecta. Sin ser perfecta. Y la quería toda para mí y para nadie más. Y ella quería ser mía. Mía para que no tuviera que inventarme más sueños románticos y viviera en uno de verdad, en uno que fuera real. Mía para que ella pudiera cerrar el círculo. Cada chupetón, cada sorbetón, cada vez que lamía donde debía y ella respondía con un gemido, cada vez que me aceptaba sin miedo ni reserva alguna, cada vez que me abrazaba cuando llegábamos al mismísimo cielo, todo era una muestra de que ella quería pintar algo en mi existencia.

Nunca fui tan feliz como en aquella tarde de invierno de tercero de medicina salvo en una ocasión: cuando, el día que cumplí los treinta años, le dije "sí quiero".

domingo, 5 de enero de 2014

Sin remordimientos.



Allí la tenía. Medio desnuda, en un traje de doncella francesa muy mono, pero espantosamente sugerente. Atada con un par de esposas al cabecero de la cama. Metálicas, claro está. Lo de las esposas con pelujo es una cosa que me daba risa. Su expresión dejaba traslucir cierto temor. No todos los días te acuestas con el amo, supuse. Después de todo, jamás me habían importado sus sentimientos. Y, en general, salvo en mis pacientes, los sentimientos de nadie.

Sus elegantes bucles negros resaltaban sobre su piel blanquecina, en un alarde de belleza casi insultante. Su expresión inocente se volvió de pavor cuando me abalancé sobre ella. Un primer plano antes de cerrar los ojos para besarla. Su lengua me tenía cautivado. Me empezaba a calentar.

Sentí una erección cuando mis labios rozaron los suyos. Tomé la llave que tenía en el cuello y la desaté del cabecero de la cama. Se sitió aliviada, pero mis manos eran muy rápidas. Le bajé el escote del vestido hasta dejar ver sus hermosos y elegantes senos. Me puse sobre ella y mi boca empezó a buscar los pezones. Ella era todo lo que quería. ¿Para qué tener una novia si puedes tener una chica que sea sumisa y dulce, sin las complicaciones que una pareja conlleva?

Me empezó a acariciar el pelo mientras me regocijaba con el perfume de su piel. Me hice el niño necesitado de cariño. Pero ese niño tenía que jugar a ser un hombre. Mis manos fueron por debajo de la falda del vestido y le encontré las bragas. Parecía que ella empezaba a ver que no era tan espantoso ser una gatita sumisa como te cuentan las feministas. Tiré con delicadeza: Aunque se preste a ser tratada como una esclava, una mujer es un ser lleno de delicadeza. Y lo menos que un hombre puede hacer es tratarla con suavidad.

La puerta del cielo quedaba abierta en el momento en que la cinturilla de aquella prenda íntima del color de la oscuridad se deslizaba suavemente por los zapatos de tacón de aguja de ella. Saqué mi miembro. Chasqueé los dedos y la angelical muchacha captó el mensaje. Había llegado el momento de someterse completamente, ¿o de someterme a mí? Después de todo, mientras una mujer le hace una mamada, un hombre queda totalmente fuera de combate.

Sus labios eran algo maravilloso. Sonreí complacido. Le acaricié el pelo. Miré su generoso busto balancearse con suavidad. Me recordó a mi coche, un sedán que me recordaba a una barcaza, balancearse.

En pocos minutos, todo había acabado y estaba abrazado a su cuerpo desnudo, jadeando de placer, sonriendo pletórico. Pero algo sentí dentro de mi interior. Era algo que ya conocía desde que "me retiré de la circulación". Una certeza que viviré con resignación toda mi vida.

"La vida te ha concedido un deseo: estar rodeado de mujeres jóvenes y hermosas toda la vida. Sí, señor. Mujeres nacidas para servirte y complacerte. Rubias, morenas, pelirrojas... Todo lo que has querido lo tienes ahora. Siéntete afortunado. No todos pueden coger el teléfono y llamar a alguna jovencita para que le haga recordar que uno es el macho de la especie.

Ahora no te quejes de a lo que has renunciado para vivir rodeado de belleza toda la vida. Comparado con eso, lo que has conseguido es un premio de consolación. El mal menor de alguien que no puede amar y/o cree que pueda llegar a ser amado es el recurrir a damas de compañía.

Pero premio de consolación, premio de consolación es, así que tranquilo, y vuelve a acurrucarte en el pecho de esa angelito venido del cielo".

—¿Te ocurre algo?—me preguntó ella.
—Nada, Helena. Recordaba, con cariño, una época de mi vida en la que todo me parecía posible.

miércoles, 1 de enero de 2014

El día después.




1 de enero. Tras celebrar el año por todo lo alto en una pequeña soirée privada con nuestros amigos, me despierto y descubro que mi mejor amiga, Elizabeth, está medio desnuda debajo de mí, sin la parte de abajo de la ropa interior y durmiendo como un angelito. Miro cerca y veo una bolsa de la farmacia del Licenciado Irving en el suelo. Miro su contenido y está lleno de preservativos usados y aún contiene la caja entreabierta de Durex, con al menos ocho profilácticos en su interior.

Elizabeth despierta, se aparta la melena negra y se incorpora en la cama, parece recordar que nuestra soirée se fue un poquito de las manos. Con suavidad, me acerco a ella y la beso con sutileza. La vuelvo a tumbar en la cama de modo y manera que yo quedo con la cabeza en su pecho y mis labios en sus pezones. Le di chupetoncitos suaves. Gimió. En ese momento me preguntó:

—¿Qué me hiciste? Creo que bebí un poco demás...
—Bueno, si has visto la bolsa de la farmacia, podrás imaginar qué puñetas hicimos.

Miró y sonrió. Mi cabeza se perdió entre su pecho. Entonces empezó a hablar.

—Puedo adivinar que empezaste tonteando conmigo, y entonces me subiste a la habitación. Entonces te besé suplicándote que me hicieras tuya. En ese momento, bajaste corriendo a la farmacia y compraste preservativos como para un regimiento y cuando volviste estaba casi desnuda. Te puse uno y te entregaste a mí por completo. Por lo que imagino y conozco de tí, al quinto polvo estaría suplicando "dejame embarazada"... Espero que no me hicieras caso.

—Liz, no te dejaré encinta si no quieres en pleno uso de tus facultades mentales.

En ese momento, Elizabeth se escurrió en mis brazos y me empezó a besar. El roce de su piel blanquecina me hizo estremecer. Y más aún cuando sus manos se dirigieron al Sur de la Frontera. Mientras me perdía en sus rizos negros, Elizabeth me volteó y se puso encima mío. Me miró y me dijo:

—Richard, sabes que tus familiares y los míos no se llevan bien... Pero aún así siento algo por tí. Algo muy profundo y muy intenso.
—Bueno, siempre, desde niño, me hiciste tilín...—confesé.
—¿Cuánto es tilín?
—Fuiste mi fantasía sexual favorita desde que tenía 13 años.
—¿Y qué soñabas hacerme?
—Bueno... Soñaba con desnudarte y dormir encima tuyo... Y además, decirte mientras sublimábamos "Te amo, te necesito, siempre te he necesitado, no he podido vivir sin tí. Quiero que seas la madre de mis hijos, quiero vivir contigo los sesenta años que me queden de vida. Quiero ver como nos convertimos en adultos responsables, verme hecho un caballero y a tí una dama, y morir siendo los dos una parejita de ancianitos adorables."

Elizabeth me miró con sus enormes ojos celestes. En ese momento, noté que algo húmedo caía sobre mí. Eran sus lágrimas. En ese momento, ella se abalanzó sobre mí suplicandome:

—Ritchie, déjame embarazada, hazme tuya para siempre, nos casaremos en secreto, nadie nos volverá a ver, nadie se preocupará por nosotros. Demuestra que las prácticas de Ginecología de la carrera te sirvieron para algo más que para empalmarte en clase. Hazme tuya. Preñame.

No la aparté porque siempre esperé que se entregara ella. En ese momento le dije:

—Elizabeth , eres un amor, pero ahora tienes un batiburrillo de sentimientos en tu corazón que no puedes dominar. Piénsalo bien y si esta noche quieres aún... Pero a cambio querría una cosa...
—Que me case contigo.
—Evidentemente, Liz.

Elizabeth hundió la mano en la caja de preservativos. Sacó otro y me preguntó:

—¿Qué hora es?
—Las nueve y veinte. Aún el buffet del hotel está servido...
—Ay, por el amor de Dios, pide el condenado desayuno por teléfono. Ahora lo que quiero es que lo hagamos otra vez.

Y así fue como comenzó lo más dificil de la vida de una pareja: ser sinceros el uno con el otro.