Me pasó el lapicero que se me acababa de caer al suelo. Me dedicó una elegante sonrisa. La miré, tras levantar la vista del Ajuriaguerra de Psiquiatría. Muy bonita. Pelo castaño claro, ojos azules, expresión de naturalidad y viveza. Era toda una pequeña hada. Me sonrió y se sentó otra vez delante de mí, hundiendo la mirada otra vez en el libro. Era una tarde gris en aquella biblioteca. Hacía frío y lo que quería era irme a mi casa y dormir un poco. Teníamos el examen en una semana y me convenía racionar mis fuerzas.
Llegó la hora de que nos marcháramos. Las 20:30. Salimos al día más frío de diciembre y empezamos a ver la nieve caer.
Me ofreció tomar un café juntos. ¿Le iba a decir que no? Claro que no. Fuimos a mi casa. Allí, solo, absolutamente solo, me enfrentaba a un día de soledad y estudio agotador. Pero ella cambió las tornas.
No pudo evitar ver el cuadro que tenía sobre el caballete. Un cuadro de una mujer hermosa, rubia, de ojos violetas, expresión de milano, solvente, fuerte, pero con un trasfondo maternal y protector. Podría ser tu amiga, amante y madre de tus hijos y tuya propia.
—Complejo de Pigmalión, ¿eh?—insinuó ella. Sin darse cuenta, aquella inocente chica de ojos azules y cabello castaño acababa de tocar una de mis fibras sensibles.
—Todo hombre bueno merece alguien que pueda llamarse la reina de su corazón—repuse—. Una pena que ese sueño no exista para nada más que unos pocos afortunados que puedan elegir... O que tengan más papeletas para hacerse elegibles por vosotras.
—¿Tan poco poder creéis que tenéis?
—Cuando a una de vosotras se os mete la idea de que tenéis que tener al condenado príncipe azul, no hay nada que hacer.
—Pero tú buscas a la mujer perfecta para tí, ¿no?
—Sí...
Los labios de ella se posaron sobre los míos como una mariposa titubeante.
—Helena...
—Prohibido buscar más. ¿Queda claro, tontorrón?
¡Qué lejos quedaba ese ideal! ¡Helena, tan dulce, tan encantadora, tan bonita! ¡Bonita de otra manera, más cándida que fuerte! ¡Maternal de otra manera, más como una canguro que como una madre! ¡Mirada pura frente a mirada de fortaleza, de cabellos castaños claros, lisos, larguísimos, frente a un mar de cabellos rubios, ondulados? ¿Qué más daba? Era tan distinta, tan blanquita, tan hermosa, tan manzanita, tan para mí que cuando la desnudé y la tumbé en la cama, mirando su sonrisa de vicio elegante, solo pensaba en que acabáramos juntos la carrera, que diera alegría a la cocina de mi casa, que me hiciera feliz en la suite del hotel el día de nuestra boda, que me hiciera feliz en cada habitación de la casa, que fuera la madre de mis hijos, que nos convirtiéramos en adultos, yo caballero, ella dama, y luego en una pareja de viejecitos adorables, que nuestras cenizas fueran mezcladas y esparcidas a los cuatro vientos para que viviéramos en el aire por siempre jamás. ¡Qué lejos quedaba mis fantasías con aquellas criaturas pseudodivinas! ¡Ella me hacía feliz en mi alcoba en todo momento! Y estaba seguro que le gustaba lo mismo que a mí.
Las pupilas azules de ella se quedaban cerradas cuando yo la besaba. Jadeaba como una gata en celo cuando buscaba sus pezones de princesita y los besaba y lamía con dulzura. Su ropa interior blanca, inocente, pura, se confundía con su piel. Además, ese jersey nido blanco realzaba tanto su pecho que me daba pena quitárselo por miedo a que no me gustara como fuera. Me daba igual. Adoraba lo planita que era realmente, adoraba su necesidad de push-up, adoraba su delicadeza, su alegría, sus dulces jadeos. Para mí era perfecta. Sin ser perfecta. Y la quería toda para mí y para nadie más. Y ella quería ser mía. Mía para que no tuviera que inventarme más sueños románticos y viviera en uno de verdad, en uno que fuera real. Mía para que ella pudiera cerrar el círculo. Cada chupetón, cada sorbetón, cada vez que lamía donde debía y ella respondía con un gemido, cada vez que me aceptaba sin miedo ni reserva alguna, cada vez que me abrazaba cuando llegábamos al mismísimo cielo, todo era una muestra de que ella quería pintar algo en mi existencia.
Nunca fui tan feliz como en aquella tarde de invierno de tercero de medicina salvo en una ocasión: cuando, el día que cumplí los treinta años, le dije "sí quiero".
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