lunes, 7 de abril de 2014

A un espejo no le puedes engañar.




La miré como soportaba estoicamente el paso del trapo embebido de alcohol de la enfermera que le curaba las heridas de la espalda. Había visto las fotos del parte de lesiones y puedo jurar que aquella espalda estaba hecha una llaceria, lo bastante como para hacer gritar a una mujer adulta de dolor indescriptible al mínimo roce de un trapo con alcohol de 70º. Pero parecía comprender que su espalda ahora era el blanco favorito de los bichos que pululan por el hospital y provocan las infecciones nosocomiales.

Iris ya no era la dama divina, la ninfa favorita de Zeus, la chica de las anacreónticas que inspiraban a los más frívolos franceses de la época a un casquete, ni si quiera era la reina de su marido: ahora era una niña mona que se había pasado de lista y que ahora estaba pagando con creces su mala cabeza y su mala elección a la hora de escoger al hombre con el que compartir el resto de sus días. Si bien ella no era trigo limpio, su ahora ex-marido, un ricacho con mucho dinero y poder, resultó ser un psicópata que esclavizó a la pobre Iris de todas las maneras posibles, desde la violación dentro del matrimonio hasta las brutales palizas. Y no eran de estas palizas de jueguecitos sadomasoquistas, sino palizas de muerte, dadas a mala idea. En el parte de lesiones figuraban también dos costillas rotas, dos intervenciones quirúrgicas para salvar su bonito pellejo y un trauma que no le hacía ni gurgutar.

Iris había sido cruel conmigo en el pasado. Bella, inaccesible, divina, ocupó mis desvelos mucho tiempo. Siempre la más bonita, pero siempre manejándome para hacerla feliz mientras otro se acostaba con ella y disfrutaba de sus besos. Cualquiera diría las palabras "¡Jódete, puta barata, así aprenderás!". Pero, por mucho que ella me hiciera sufrir, por mucho que ella me hiciera llorar, jamás la odiaría. Yo era psiquiatra y sabía por sus ojos que jamás volvería a hacer algo así. Iris había sido mala, pero no lo bastante como para desearle mal. Conocía a otras chicas a las cuales Dios había castigado todavía más, pero sus actos todavía eran más graves, pero su castigo había sido proporcional a la severidad de sus faltas. Pero era consciente de que Iris no había sido totalmente mala a lo largo de su vida. A pesar de ser una de las llamadas "divinas de la muerte", Iris anidaba buenos sentimientos en su corazón. Pero quería que terminara su calvario viéndome por última vez. No quería que se olvidara de mí.

Cuando marchó la enfermera, esperé un rato a que su cerebro se sumiera en su espiral traumática de nuevo. Quedó incorporada en la cama, con el pecho vendado y la espalda cubierta con una camisa blanca. Los cinturonazos de su marido no debían rozar la cama.

Abrí la puerta. Iris seguía sumida en su vorágine de malos tratos y de violencia doméstica, y no se había dado cuenta de que había entrado. En ese momento, me puse al lado de un espejo que había en una cómoda que servía a modo de armario. Me puse de espaldas a ella, mientras veía su cuerpo con el espejo y dije en voz clara:

—Hola, Iris.

Iris giró rápido la cabeza. Parecía asustada. No se había percatado de que había entrado. Sus ojos destilaban terror. Decían: "¡Dios mío! ¡Ya tuve bastante con el cerdo de mi marido! ¿¡Por qué me mandas ahora a uno de los que me querían de verdad?! ¿¡Quieres Tú que sea él, el único bobalicón que se preocupó por mí, el que ponga punto y final y me cierre los ojos?! ¿¡Tan puta fuí, Oh, Señor!?" Sus labios parecían tratar de decir algo, pero su faringe no alcanzaba a decir algo. Gruñó con elegancia y relajó su mirada.

—Me he enterado de todo. No sabes cuanto lo siento. Por fortuna, ese cerdo con tirantes pagará una indemnización multimillonaria y dinero, mucho dinero. Podrás volver a las andadas, a conocer a otro chico con el que disfrutar tu fortuna y seguirás siendo bella... Pero serás consciente de que tu belleza, tu talento, tu inteligencia, de esta no te han salvado, ¿no es así, Iris Blázquez?

Iris dulcificó la mirada.

—Iris, no voy a darte ningún sermón de la montaña, ni tampoco voy a ponerme a colmarte de atenciones, ni a mimarte como si fueras mi hermanita. Siempre pensé que tarde o temprano acabarías así. Pero nunca creí que fueras a caer en desgracia. Hay mucha gente que esa jugada de jugar con los demás le sale bien. Me sorprende ver que a Iris "El verso de Bécquer" Blázquez no le fue bien. No sabes cuanto lo lamento. Te gustaba ser así. Y entre todos te lo fomentamos, Iris. Entre todos fuimos engrandeciendo tus defectos y disminuyendo tus virtudes hasta convertirte en Nefer, la malvada cortesana de "Sinhué el Egipcio". ¿Has leído la novela de Mika Waltari? Sinceramente, me gustó más la película. Está mejor hilada.

Iris titubeó. Me seguía taladrando con sus ojos de milano la espalda. Esbocé una sonrisa. La tenía bajo control.

—Tan... to daño...—dijo ella. Su voz era cantarina, pero venida a menos, grave como la de una chica escandinava. Llorosa, incluso. Sin entonación—Te... hice tanto... daño...
—No tanto como las violaciones y palizas de tu ex-marido. Iris, no te pido que seas buena, no te pido que aprendas la lección. Simplemente, quiero que no vuelva nunca a verte sufrir. Una mujer como tú no debería tener que verse postrada en una cama de un hospital público, traumatizada, torturada por tu pasado y por un Fantasma de las Navidades Pasadas como yo. No quiero verte otra vez sufriendo, llorando. Quiero verte prepotente, hermosa, creída, confiada, fuerte y divina, como lo fuiste siempre. No quiero que me des las gracias por mi visita, no quiero que me mandes flores ni bombones, no quiero que seas mi novia, no quiero que hagas conmigo un hogar con una niña que pudiéramos tener entre los dos, ni que vayas al altar del brazo de tu padre. Quiero que seas la misma reina, déspota y avariciosa que siempre fuiste, aquella chica por la cualquiera se moría por lamer sus zapatos. Sé otra vez La Reina, Iris.

—La Reina murió—ladró ella, sin despecho.

—Las reinas no mueren, Iris. La muerte las iguala a los demás, pero no dejan por ello de ser mujeres de cabeza coronada. Y por más que intentes engañarme, yo solo veo a una chica que brilla con más luz que los focos del quirófano donde la salvaron de la muerte. Y a mí puedes engañarme—en ese momento, tomé el espejo—Pero al espejo, no.

Dejé el espejo en su sitio. Jamás volvería a hacer algo así. Dañada, insultada, vilipendiada, maltratada, despeinada y descorchada como una botella de champán. Ese fue el precio a tantos años de dolor y prepotencia, de carácter "rabanito", de tortura a los más la amaron y jamás fueron correspondidos. En ese momento, Iris Blázquez se levantó de la cama. Prevenido ya de los traumatizados y de los desequilibrados, ya me había vuelto. En ese momento, se abrazó a mí. Tenía los electros del pecho aún pegados y aguantaba estoicamente  los movimientos y tirones de las tiernas suturas de la operación. Miré sus ojos, su piel blanca, y noté aún su perfume bajo el alcohol del 70, y el olor a desinfectante. En ese momento, se levantó de puntillas y me besó con suma dulzura. No eran los besos que me daba a mí en el pasado, falsos y helados. Era un beso sentido, distinto, lleno de calidez, un beso de amor puro, cariñoso, lleno de afecto, de los buenos sentimientos que tienden a anidar en una mujer. Jugueteé con su pelo castaño un rato. Tenía ganas de sentirme un caballero. Le correspondí el beso con dulzura. Después de todo, no era yo ni su psiquiatra ni su internista, no debía sentirme mal.

La senté en la cama tras tomarla en brazos y me besó otra vez. La besé otra vez. Aún un poco sorprendido, me dijo:

—Ojalá encuentres a alguien que no te haya hecho tanto daño como yo... Y que sepa valorarte más de lo que hice yo... Y ahora me doy cuenta de que vales tu peso en oro...

La besé otra vez y la callé. Inmediatamente la tapé y le dije.

—Las niñas buenas se van a dormir prontito para ponerse buenas, ¿vale? Descansa, Iris. Ha sido muy duro el día de hoy.


Iris murió esa misma noche. No fueron las infecciones nosocomiales. No fue una hemorragia interna. Simplemente, la más bella, la más bonita, la más déspota y la más bruja representante del género femenino, había muerto. Tal vez se sintió mal. Tal vez pensó que había abusado de su suerte y deseó que su corazón se apagara, con tanta firmeza que lo consiguió. Su muerte fue mientras dormía plácidamente. Conociéndola, seguro que soñaba con una nueva vida conmigo. Si antes pecó de mala e ingrata, ahora pecó en su hora final de soñadora y romanticona.

Sin embargo, ese día teñido de negro fue también el día que conocí a la que hoy es mi esposa. Y a veces pienso que es la propia Iris reencarnada, o que a cambio de ese deseo al cielo ofrendó toda su vida. Nunca lo sabré y, francamente, prefiero no saberlo.

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